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En el Circo Romano 

 (La Muerte de Marciano)

 Poema de Juan Antonio Cavestany


 Mal cerradas la heridas
que recibió ayer mismo en el tormento…
presentóse en la arena, sostenido
por dos esclavos; vacilante y trémulo.

Causo impresión profunda su presencia;
“¡Muera el cristiano, el incendiario, el pérfido!”
Grito la multitud con un rugido
por lo terrible, semejante al trueno;
como si aquel insulto hubiera dado
vida de pronto y fuerza al enfermo,

Marciano al escucharlo, irguióse altivo,
desprendióse del brazo de los siervos,
alzo la frente, contemplo a la turba
y con raro vigor, firme y sereno
cruzando solo la sangrienta arena,
llegó al pie mismo del estrado regio;

puede decirse que el valor de un hombre,
a más de ochenta mil impuso miedo,
porque la turba al avanzar Marciano
como asustada de él guardo silencio;
llegando a todas partes sus palabras
que resonaron en el circo entero:

- César - Le dijo - Miente quien afirme
que a Roma he sido yo quien prendió fuego,
si eso me hace morir, muero inocente
y lo juro ante Dios que me esta oyendo!
Pero, si mi delito es ser cristiano,
haces bien en matarme, porque es cierto:
creo en Jesús y practico su doctrina
y la prueba mejor de que en él creo,
es que en lugar de odiarte: ¡té perdono!
Y al morir por mi fe, muero contento -.

No dijo más, tranquilo y reposado
Acabó su discurso, al mismo tiempo
que un enorme león saltaba al circo
la rizada melena sacudiendo;
avanzaron los dos, uno hacia el otro,
él los brazos cruzados sobre el pecho,
la fiera, echando fuego por los ojos,
y la ancha boca, con delicia abriendo.

Llegaron a encontrarse frente a frente
se miraron los dos, y hubo un momento
en que el león, turbado, parecía,
cual si en presencia de un hombre tan sereno,
rubor sintiera el indomable bruto,
de atacarlo, mirándolo indefenso.

Duro la escena muda, largo rato
pero al cabo, del hijo del desierto
la fiereza venció, lanzó un rugido,
se arrastró lentamente por el suelo
y de un salto cayo sobre su victima.

En estruendoso aplauso rompió el pueblo…,
brilló la sangre, se empapó la arena
y aún de la lucha en el furor tremendo,
Marciano con un grito de agonía:
- Te perdono, Nerón - dijo de nuevo.

Aquel grito fue el último; la zarpa
del feroz animal cortó el aliento
y allí acabo la lucha. Al poco rato
ya no quedaba más de todo aquello
que unos ropajes rotos y esparcidos
sobre un cuerpo también roto y deshecho:
una fiera bebiendo sangre humana
y una plebe frenética aplaudiendo.
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